Tal y como avanzamos en la primera entrega de esta reseña biográfica sobre el grupo Soup Haters, el segundo y último capítulo está reservado al testimonio directo de uno de sus músicos: el bajista y cantante José María Rubio. Se trata de un artículo redactado en exclusiva para este fin y su difusión correspondiente en nuestra web, y que es fruto de la amable intervención de Miguel Luis Carrasco Ramo, el autor del libro «Una Historia del Rock.

El antiguo componente de la banda hace un inspirado ejercicio de memoria para recordar la historia de esta formación de Rock Progresivo procedente de Úbeda (Jaén). No es muy habitual que los músicos buceen de una manera tan sincera y entrañable en sus recuerdos, por lo que apreciamos el esfuerzo de resumir en unas pocas líneas lo que a buen seguro habrá sido una parte importante en la experiencia vital de su protagonista. Rubio fue además uno de los fundadores de los Granadians, una referencia clave en el panorama del Reggae y el Ska en Andalucía, por lo que su trayectoria le avala como uno de los nombres importantes en la música contemporánea del sur de la península.

Todo lo que cuenta J.M. es perfectamente asimilable a lo vivido por cientos de bandas más, por lo que recomendamos su lectura a cualquiera que porte un instrumento o se ponga delante de un micrófono para transmitir su creatividad musical: desde las dificultades a las satisfacciones, desde las expectativas a las realidades, desde los momentos dulces a  aquellos más amargos o contradictorios, desde las sensaciones únicas a la nostalgia del tiempo pasado… La intensidad y el desafío de la experiencia están constantemente presentes en esta confesión de cómo buscar una ruta artística original y con personalidad.

«Zaragoza, 31 de enero de 2018.

Era abril de 1997, la primavera volvía a inundar de color el valle del Alto Guadalquivir y María y yo acabábamos de empezar nuestro romance adolescente, como en una sincronía total con lo más maravilloso de la vida. En la Navidad, un par de meses antes, Aurora -mi madre- me había ayudado a comprarme un bajo para Reyes. Yo ya lo venía utilizando con pasión en casa para imitar las líneas que hacía Steven Thompson en el ‘Turning Point’. Un bajo blanco precioso que, a su vez, encontraría pronto un entorno donde florecer cuando María me dijo que me iba a presentar a su primo Matías, que andaba tocando con unos amigos en un “grupo de música de los sesenta”. Así fue como conocí a toda la panda.

Unos chavales como yo, que llevaban unos días juntándose a tocar en la cochera de un colega. Llegamos directamente a su ensayo, estando ellos ya avisados de que se presentaría un tipo que tenía un bajo, una circunstancia que según adiviné les debía parecer pintiparada. No menos que la que vi cuando entré: allí estaban Matías con su saxo, Jimena con unas perchas que golpeaba en una mesa para hacer la batería, Pedro y Cebrián con sus guitarras enchufadas al único ampli que había, y otros colegas que aportaban lo que podían o simplemente miraban mientras compartían la tarde y una litrona. No recuerdo muchos más detalles, pero enseguida me había unido a la música y ya sería para siempre: había nacido toda una escuela.

Entonces recién aprendíamos a tocar, pero los standards elegidos nos debían sonar a gloria: canciones de Creedence, de James Brown o de B.B. King. En ese verano vimos pasar las clásicas idas y venidas con las que se consolida un grupo de música que se origina en una pandilla de chavales, escogimos un nombre y sin darnos cuenta empezamos a componer nuestros propios temas, así que en septiembre ya dimos nuestro primer concierto. Para entonces Miguel Luis Carrasco se había convertido en nuestro valedor en la sombra y acabó prendiendo ese mismo interés en Frank Peláez.

Frank era un personaje único, tan inusual para nuestro entorno rural que como jovenzuelos nos costaba describirlo: melómano, coleccionista, viajero desde su juventud, vividor del Swingin’ London, promotor de conciertos, mecenas de bandas y, sobre todo, amante puro de la música. Lo primero que hizo cuando nos vio -de esto me doy cuenta ahora- fue dejarnos muy claro que lo que estábamos haciendo era absolutamente especial: no por el hecho en sí rarísimo de no estar en otras ondas más “comunes» de aquellos tiempos como el Heavy, el Rap o la música electrónica, sino porque además veía en nosotros ese resplandor real, alma negra y emoción mítica y armónica que definiría esa tradición musical de nuestra factoría de sonido (“La Casilla»), cuya guinda la pondría, diez años después de aquel primer momento, el éxito de Guadalupe Plata.

Pero como digo, muchas cosas y muchas bandas ocurrieron antes. Limitándonos a la historia de Soup Haters, cuando Frank arregló una sesión de grabación en Madrid que produciría David Gwynn, los integrantes éramos Pedro, que no se despegaba de su guitarra allá donde fuera -parecía haber nacido ya con ella-; Jimena, que ejercía un perfil de director, intentando hacer funcionar todos los elementos; Cebrián, innovador y amante de experimentar cada día; Matías, que simplemente era y es -hoy lo puedo afirmar con bagaje- la persona más dotada por naturaleza para la música que he visto nunca (mi pensamiento recurrente cuando lo oigo: “Es Coltrane reencarnado”) y yo mismo, ya enfermízamente poseído por la fiebre de hacer canciones y buscar los arreglos perfectos.

Llegada la hora de viajar al estudio en la capital, se hizo evidente que aún éramos unos niños, sin un control real sobre nuestros destinos. Por un patrón que mi propia existencia conoce de cerca, en aquella ocasión el grupo sufrió en uno de sus miembros esa maldición según la cual ciertos traumas familiares se ocupan de decirte que lo que haces no vale para nada, mensaje que justifica más fácilmente su violencia si “lo que haces” es música. Era muy pronto para darnos cuenta entonces de lo determinante del apoyo del hogar en un mundo que quería dejar atrás la España oscura, absoluta y fatalista para adentrarse en el futuro del siglo XXI, así que para nosotros, simplemente -como si de un episodio de ‘Stranger Things’ y su hermandad se tratase- lo único que contaba era que un Soup Hater tenía prohibido ir a Madrid y estaríamos a muerte con él: si no podía uno, el conjunto rechazaría la sesión de grabación.

Esta primera gran lección de nuestras vidas la canalizamos de la mejor manera, haciendo música, mucha música muy buena. Poco a poco éramos conscientes de que nuestra parte negra era inusualmente negra. En aquellos tiempos nadie parecía creer con fe ciega como nosotros que John Lee Hooker sonaba indiscutiblemente mejor en el porche de su casa que en un escenario gigante con la última tecnología, e instintivamente hicimos nuestro ese lenguaje puro. Los estándares del Blues y Jazz de principios del milenio eran el enemigo, y nuestra calle adolescente habían sido unas grabaciones rudas y tan descompasadas como una boda gitana, donde la improvisación y la conversación entre todas las voces simplemente va ocurriendo de manera natural. Improvisar música negra además te encamina con pasos contundentes a conocer lo que es el groove, la repetición machacona, que es tribal y chamánica y te conecta con tu espíritu primitivísimo, en una elevación del alma que sólo está al alcance de ciertos músicos o expertos en sustancias alucinógenas. Nosotros nos colgábamos los instrumentos y ¡bum!, lo teníamos.

Y ocurrió que dentro de este simbólico “acariciar el cielo con los dedos” empezamos a añadir progresiones armónicas más europeas y así fue como nos vimos experimentando con la Psicodelia, un paso natural para todo músico blanco que haya probado los placeres negros puros del Blues y el Jazz. Nos convertimos en una banda total, con sonido y canciones. Ahora bien, la incomprensión a nuestro alrededor era manifiesta y -sobre todo y resultando obvio a años vista- en nuestro entorno ya no podíamos crecer más. La gente podía saber lo que era el Indie o el Funk o cualquier otro plato descafeinado pasado por la licuadora de lo estándar, pero en aquellos tiempos, doce o quince años antes de que ese mismo público comprase sus discos de Tame Impala porque así les han dicho que lo tienen que hacer, nada indicaba que fuésemos a recibir un apoyo inminente o contar con una infraestructura en la que desarrollarnos.

Y las bandas duran lo que duran. Podíamos conocer los secretos arcanos de la música negra, pero nuestras personas mundanas tenían entre manos el incómodo pasatiempo de avanzar en la vida. Soup Haters dio paso a otras formaciones, dentro de la misma escuela desde luego, pues las raíces que fundaron la tradición de La Casilla son imperecederas. Instalados en el underground (geográfico) del underground (musical), seguimos con proyectos que celebraban estilos sobre los que nada en aquel instante llevaba a pensar que serían apreciados y atendidos -como lo fueron a partir de la conectividad digital total-: Green Onion (Psicodelia, con Pedro y Matías, entre otros), Gaforic Explosion (Surf/Shadows, con J.M. y Cebrián, e.o.), Letizias (Power Sax Blues, con Matías, J.M. y Jimena), Los Malignos (Surf Rock con Pedro y Matías, e.o.), por citar a las primeras y buenísimas formaciones que relevaron a Soup Haters. Siguieron y siguen hoy muchas otras por lo que, si además sumamos numerosas colaboraciones paralelas sorprendentes y mayúsculas con otros músicos notables, el árbol genealógico de las bandas de La Casilla da para una (interesantísima) tesis.

A modo de conclusión -o paja mental- de esta breve memoria, se me ocurre que las escenas musicales de los lugares aislados pueden, en ocasiones, recibir buenos estímulos, albergar calidad en números azarosamente altos, hacer encima coincidir en el tiempo esos grandes idearios mediante una suerte de casualidad más grande si cabe, y además desarrollar una excelencia personalísima que sus miembros comparten, en la que el impacto contaminante externo se mantiene en niveles bajos y no es lo suficientemente dañino. Por eso La Casilla de Úbeda y el legado de los Soup Haters me recuerda a conceptos como Madagascar: una breve rareza en la historia, con mucha belleza y todo casi demasiado único, pero tan fascinante, tan en sincronía total con lo más maravilloso de la vida, que hay que apreciarlo y cuidar su significado».