Ayer domingo aparecieron en la mismísima puerta de la Central de Visados Rusos, en la madrileña calle Príncipe de Vergara, sendas imágenes de Pussy Riot, el grupo artístico y musical de agitación Punk que tanto molestó a la oligarquía ex-soviética. Ambas fotografías lucían orgullosas frente a la pintada “Asesinos fuera” y un sabotaje de pintura roja sobre los pulsadores y el cerrojo de la puerta de acceso. Esta oficina, muy cercana a la propia embajada rusa, ha sido objeto de boicot y ataque por parte de anónimos activistas, que desde luego sabían muy bien de la relación del trío femenino que Vladimir Putin persiguió con saña.

La historia de las Pussy Riot es la de un colectivo de provocación, que utilizó el Punk para cantar contra el tirano de Moscú allá donde más podía dolerle: la Catedral de Cristo Salvador de Moscú. El uso de unas máscaras de color fue uno más de los elementos de combate que estas feministas y punk-rockeras utilizaron para llamar la atención sobre la deriva totalitaria del régimen presidido por el responsable máximo de la agresión a Ucrania.

El documental ‘Pussy Riot: una plegaria Punk’ cuenta la historia de lo sucedido en aquel 2012 y los posteriores años de detención, tortura en comisaría y prisión y el juicio-farsa al que fueron sometidas las tres caras visibles del grupo: Nadezhda Tolokónnikova, Yekaterina Samutsévich y María Aliójina.

La internacionalización de su actividad las convirtió en cierto modo en “estrellas” de la contestación, llegando a protagonizar un libro de fotografía que poco ayudaba a la valoración real de sus gestas. En este sentido, muchos las consideran las precursoras de movimientos como Femen. Sin embargo, ‘Pussy Riot Unmasked’, de Bert Verwelius, publicado en 2014 por la editorial teNeues, las mostraba casi como modelos y artistas del happening. Por fortuna, el ataque ruso a Ucrania ha vuelto a reactivar su lucha y en sólo unos días han logrado recaudar una gran cantidad de dinero para organizaciones civiles del país agredido.