Los más viejos del lugar lo saben y lo sufrieron, pero sepan los más jóvenes amantes del metal, que ha perdido la palabra heavy delante, que lucir melena en los años ochenta era un suplicio. Primero estaba la lucha por convencer a tus padres y que no te llevasen de la oreja a la peluquería cada tres meses, luego había que sufrir las miradas y el menosprecio de vecinos, viandantes en general, de compañeros pijos en la escuela o instituto y, cuando ya tenías edad para colarte en garitos y discotecas, había que padecer otro tipo de corte, y esta vez no era el del barbero sino el de los porteros que, aparte de a las camisetas negras con monstruitos, las zapatillas deportivas y otros detalles, daban más importancia a los pelos por debajo de los hombros que a la petición de tu carné de identidad para comprobar si tenías suficiente edad para acceder al local.

A primeros de los noventa el grunge explotó, nos inundó y pisoteó nuestros cardados glam-metaleros. La parte más comercial del rock duro casi desapareció, pero muchos jovencitos se animaron a dejar crecer su cabello, aunque sólo fuese hasta los hombros y el cuidado o limpieza de la melenita importase menos, tal como hacían Kurt Cobain y similares. Además, en España, el éxito de Héroes Del Silencio pareció animar aún más a los adolescentes a esa tímida crecida de pelo.

Con esta introducción seguro que entenderéis mejor este breve artículo de opinión que escribí cuando mis vacaciones de aquel verano del 94 acabaron.

Jon Marin