Han pasado muchos años desde la primera vez que vi a Elliott Murphy en directo. Aquella fue una noche especial. No solo porque muchos conciertos ya lo son de manera implícita sino porque, además, el recital fue en un albergue de montaña de un pequeño pueblo del Pirineo aragonés. Una gozada en una amplia gama de sentidos. Desde entonces he podido disfrutar de las mismas canciones en diferentes contextos; desde teatros o plazas de toros hasta pequeñas salas de conciertos. De ninguna de ellas, que yo recuerde, he salido con mal sabor de boca.
Por supuesto, lo del sábado en La Casa del Loco de Zaragoza no fue una excepción. Elliott Murphy compareció en formato de cuarteto con motivo de su cincuenta aniversario sobre los escenarios y ofreció una actuación que rozó las dos horas y media de sabroso rock acústico. El de Rockville Centre (aunque parisino de adopción desde hace ya la tira de décadas) siempre ha sido una figura atípica en el imaginario de la estrella del rock al saber mantenerse al margen de ese estatus sin renunciar nunca a su pertenencia por derecho propio. Tanto él como el resto de la banda derrochan simpatía y cercanía y, al final de la actuación, uno sale con esa sensación de privilegio que se destila de haber podido disfrutar de algo tan grande en un entorno tan próximo, tan a pie de público, tan a metro de distancia.
A Elliott Murphy no le hacen falta grandes artificios para ofrecer un show de altura. Dos guitarras, un violín, un escueto conjunto de percusión, dos o tres panderetas y una armónica son más que suficientes para que la revisión de su cancionero resulte impecable. El violín de Melissa Cox aporta una textura diferente y fresca a las canciones de siempre. Alan Fatras, el batería, es un tipo divertido y altamente solvente que igual aporrea el cajón que toca la pandereta con el pie o imita una trompeta con la boca. Y luego está el eterno adlátere, ese sidekick de oro llamado Olivier Durand cuyo virtuosismo a las seis cuerdas es capaz de llenar la sala sin necesidad de grandes solos o alardes explosivos de genialidad interpretativa. Y, bueno, a sus 75 años recién cumplidos Elliott Murphy continúa en forma; su voz no suena para nada gastada y éste mantiene el tipo perfectamente mientras que se desenvuelve con soltura, simpatía y proximidad.
El set de la noche fue bastante completo. Cincuenta años de carrera dan para muchas canciones, más teniendo en cuenta el extenso catálogo discográfico de Murphy. Pero esta era una convocatoria de grandes éxitos y así quedó claro desde el comienzo. ¿Faltó alguna? Pues sí. ¿Sobró alguna? Pues no. Last of the rock stars por partida doble (en versión acústica y eléctrica), Green River, Drive all night, Come on Louann, You never know what you’re in for o On Elvis Presley’s birthday son solo algunos ejemplos de un cancionero que podría no agotarse jamás. En medio hubo recuerdos para Lou Reed, referencias a su amigo Bruce Springsteen e incluso una versión de Bod Dylan. Y, ya al final, sonó su última composición, Old-timer, una oda al envejecimiento con clase. Un tema sobre el que Elliott Murphy podría dar un par de clases magistrales.
Por señalar algún punto de sombra, tal vez pueda mencionarse la no siempre buena óptica de la sala, los cuchicheos y conversaciones perfectamente audibles en los tramos más intimistas del concierto y esa costumbre, ya tan cronificada, de querer registrarlo todo con el móvil. Un mal hábito que, en ocasiones, nos obliga a ver el escenario a través de las pantallas de los teléfonos de quienes tenemos delante.
En tiempos de megalómanas giras de reunión, de macro eventos a precios obscenos y de conciertos más próximos al carácter de photocall que al suyo propio, es siempre un lujo poder presenciar una actuación tan honesta como la de este sábado pasado. Que Elliott Murphy continúe fiel a la misma esencia tras cincuenta años de éxitos internacionales debería estudiarse como un ejemplo de compromiso y coherencia en la historia de la música contemporánea.
Texto y foto por Nebraska Blog: https://nebraskamusic.es/lm