Si hasta un DJ o un baladista como David Bisbal han pisado los escenarios de la Plaza de la Ópera, no sé a qué esperan los responsables del gran templo de la música culta en Madrid para invitar a tocar en él al gran guitarrista sueco. Su lección de barroquismo instrumental el pasado sábado en la sala But fue apabullante y magistral, con un formato hasta ahora desconocido en lo que a Heavy Rock se refiere.

La disposición de los músicos de Mr. Malmsteen sobre las tablas se parece cada vez más a la de un ensemble de jazz en torno a su instrumentista de prestigio. El trío le acompaña desde un lado del estrado, sin molestar con su presencia física a este gurú de la guitarra eléctrica, que campó a sus anchas por los amplios horizontes de la egolatría más incontestable. Lo hizo ademas con el fondo de una descomunal torre de amplificadores Marshall, para que no quedara duda de la naturaleza de su propuesta.

Nick Marino -teclista y ocasional cantante en los hits del nórdico- demostró con su voz que puede dignificar perfectamente grandes hits como la inicial ‘Rising force’ o las tardías y finales ‘I’ll see the light tonight’ y ‘You don’t remember I’ll never forget’. Por su parte, el bajista Emilio Martínez y el batería Mark Ellis buscan las directrices del «gran dictador» y ralentizan su interpretación y volumen en función de las indicaciones manuales del guitarrista.

Yngwie saltó al reencuentro de su público madrileño con la euforia de ver una sala prácticamente llena. Desde el comienzo el ambiente fue muy proclive a sus excesos, con un público predispuesto a perdonárselo todo y arengarle al cariñoso grito de «¡¡Hijo de putaaaaa!!» cada vez que rozaba el cielo técnico. La ausencia de canciones como tales fue más que notable -aunque algunas se «dignara» a cantarlas el propio Yngwie-, pero no hay nada como una ausencia de diez años para tener a la gente entregada hasta en sus interludios instrumentales. El tedio únicamente se hizo presente al cabo de una hora de recital -ojo, hemos escrito «recital»…, no concierto-, cuando la catarata de notas comenzaba a ahogarnos.

La borrachera barroca también tiene su punto, a qué negarlo. Además, la prima donna del género resulta tan histriónica, personal e intransferible que hasta su constante provocación no está exenta de encanto. Aunque nada justifica una actitud poco o nada empática con sus compañeros, resultó entretenido verle comenzar el espectáculo abroncando al técnico de monitores durante los primeros temas. Con ese mismo héroe jugó al «ahí-te-lanzo-la-guitarra-y-cuidadito-con-no-recogerla-en-el-aire», mientras imaginábamos al técnico torturado en camerinos si se le llega a caer al suelo el instrumento-fetiche.

Porque Yngwie, pese a su vehemencia, es puro entretenimiento. Supo adornar el show con los convenientes retazos de adagios (Albinoni) y piezas clásicas (Bach, Paganini), breves versiones o atisbos de canciones de Deep Purple o Dire Straits (‘Smoke on the water’ y ‘Money for nothing’, respectivamente), un ejercicio más voluntarioso que efectivo de guitarra española y el aquelarre que siempre supone la teatralidad de la rotura de cuerdas una a una y la pertinente consagración a la Diosa guitarra de todos los allí presentes. Cuando el éxtasis es compartido, nunca es culpable.

¿Que si hubo algo que no nos gustó? Pues sí, la sobreabundancia de móviles. Con un cámara aficionado que grabe algún fragmento y lo suba a YouTube nos sobran todos los demás… Y tampoco estaría de más prescindir del insulso solo de batería, que en mi opinión a estas alturas deberían estar exiliados de por vida a los locales de ensayo o las clinics especializadas. ¿Que si hubo algo que faltó? Pues sí, una mercadería que no se limitara a un vinilo firmado al escandaloso precio de… ¡100 euros! Pero en fin, ya lo dijo el cura que nos casó con Yngwie, «en lo bueno y en lo malo, en la enfermedad y en la salud».

Leo Cebrián Sanz