Dani Payá, guitarrista de Shurakay, mientras sigue junto a sus compañeros promocionando su primera obra musical –“Overseas tales”-, ha hecho un gran esfuerzo y ha elegido cinco temas de la historia del Rock que le han influenciado profundamente.


En principo, Dani nos comenta:

Me ha costado mucho elegirlas, ya que la lista sería inacabable. También es cierto que hay canciones que te van influenciando durante una época de tu vida y que luego ya no escuchas tan intensamente. Hay otras que permanecen y resisten al paso de los años y a los diferentes momentos de búsqueda en los que te encuentres. Estas son cinco de esas canciones que han dejado huella y me han influenciado profundamente.


“1983… (A merman I should turn to be)” de Jimi Hendrix

Para mí, la canción más progresiva y la letra más abstracta de Hendrix. Psicodelia en bruto. Un viaje de casi un cuarto de hora que va desde momentos de intimidad y tranquilidad a explosiones de energía incontrolada, pasando por escenas psicodélicas cargadas de sugestión y visiones chamánicas. La progresión que hace toda la pieza, con sus altibajos, me pareció una virguería de las estructuras. Cabe recordar que en esa época no había internet y las letras, o bien las tenías en el disco original y casi todos teníamos cintas grabadas, o bien te comprabas un libro en el que, a ser posible, estuvieran traducidas. Otra cosa que me llamó mucho la atención fue el tratamiento que se hace con delay a varios instrumentos, entre ellos la voz. Innovador y pionero en muchos aspectos. Me marcó mucho porque encontré a alguien que hacía canciones muy variadas, llegando a temas como éste, que se alejaban extremadamente de lo establecido por la industria. Y eso era hacia donde mis ideas iban, temas con múltiples partes, largos, con el desarrollo que cada uno necesitara. Las había de 3, 5 o 12 minutos, y descubrir que músicos que tenían un reconocimiento como el de Hendrix hacían eso, me animó mucho a seguir en esa dirección.


“Blade runner blues” de Vangelis

Mi tío Romy (@RobertoMiguelPayáGuillot) me llevó a ver “Blade runner” al cine en 1982, cuando se estrenó. Tenía siete años. Al actuar Harrison Ford y ser del futuro, él pensó que sería una película más bien de entretenimiento, tipo “Star wars”. Como muchos ya sabréis, no es así. La distopía futurista basada en el libro“¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”de Philip K. Dick, era una película oscura, de una atmosfera fría y asfixiante, con androides más humanos que los humanos… si es que quedaban humanos. Para mí fue una experiencia que, estoy seguro, me cambió la vida. Me abrió la cabeza como un melón. No creo que ahora fuese el mismo si no hubiera visto la película en ese momento. La realidad ya no era una, podía ser muy relativa. Para muchos un mundo arisco y desagradable; curiosamente, a mí me hizo sentir en un lugar al que quería volver al abandonar del cine. Recuerdo pensar lo genial que sería salir de la sala y encontrarnos en ese hipotético 2019. Resultó ser un lugar agradable, aunque caótico, lluvioso pero lleno de rincones que explorar. Y su oscuridad me resultaba tan atractiva… llena de una cálida intimidad. El momento álgido de la inmersión por ese mundo fue cuando Deckard sale a la terraza envuelto en una manta, bebiendo algo. Entonces aparece Pris y se encuentra con J. F. Sebastian. Durante toda esa secuencia suena “Blade runner blues”. Sus teclados te envuelven y te elevan como los spinners, flotando sobre una nube. Ese sonido solista tan orgánico y, a la vez, de una clara procedencia sintética, plasma tan bien la dicotomía de la trama, tanto visual como argumental. Se me pone la piel de gallina al revivir ese momento en el que la música me hizo levitar sobre la butaca. Aunque eso sucedió durante prácticamente todo el film, fue esa pieza en la que tomé conciencia de la importancia y la potencia de la música. Cómo puede cambiar todo nuestro mundo interior a través de la escucha. Lo mejor fue que, años después, cuando por fin se editó la banda sonora de Vangelis, descubrí que la pieza completa dura casi nueve minutos de puro viaje. Por cierto, no me ha vuelto a pasar eso en el cine con la misma intensidad hasta escuchar música de Cliff Martínez.


“Dogs” de Pink Floyd

Aún recuerdo, como si fuera hoy, las horas que me he pasado tumbado escuchando el disco “Animals” de Pink Floyd, sumido en un profundo trance… de hecho no he perdido esa costumbre. Eso es, básicamente, influencia de mi padre. “Dogs” era otro de esos viajes que, de vez en cuando, necesitaba pegarme. El contraste entre las guitarras acústicas y las eléctricas, los colchones creados por los teclados y esos sonidos solistas del maestro Richard Wright. Todo servido sobre la firme y sólida base de la batería y el bajo. No puedo evitar escucharla y que los pies despeguen del suelo. Llena de esoterismo sonoro, una pieza alquímica, que despertaba en mí la relación entre lo oculto, lo mágico, lo desconocido y la música. Las capas de guitarras te hacen sentir la distancia entre las que escuchas en primer plano y las que contestan en la lejanía, así como el hipnótico interludio en el que se oyen los ladridos y los aullidos de los perros, allá, como desde otro plano existencial. Todo eso te machaca el coco -para bien- y ya no compones ni escuchas música de la misma manera. Me transporta a otro lugar de manera inmediata. Además, consigue unos puntos climáticos de una enorme fuerza, sin la necesidad tener un tempo rápido. Es intensidad emocional en estado puro. Una calma tensa.


“Tubullar bells” de Mike Oldfield

El disco entero fue una enorme inspiración. Este era un viaje de duración extra, una épica odisea llena de sorpresas. No podía compartir con cualquiera de mis amigos una sesión de escucha de este tema. A la mayoría les resultaba demasiado largo. Para unos pocos, se nos hacía corto. Sus giros inesperados, la mayoría bruscos, te zarandean y te trastocan, manteniendo el interés de cada etapa del viaje. No te deja igual. Te mueve por dentro y te desmonta el puzle. Está lleno de ideas muy inspiradas y contrastadas. Unas suenan frescas y enérgicas, mientras otras parecen añejas, como sacadas de un baúl polvoriento en el que hubieran esperado mucho tiempo para poder ver la luz. Me hizo pensar también en el proceso que habría necesitado semejante mastodonte sonoro para llegar a existir. La dificultad técnica de la mezcla, con los medios de la época, y los cambios de rango dinámico y tímbrico que tiene la obra. Monumental trabajo, pero llegó a llevarse a cabo, fue posible. Me marcó la valentía y la determinación que tuvo Oldfield para atreverse a debutar con un disco así. Evidentemente contó con medios que no todo el mundo ha podido tener, y menos en su primer trabajo publicado, pero creo que los aprovechó al máximo. Además, para Oldfield tampoco fue un camino de rosas el poder llegar a editar el disco, le rechazaron en todos los lugares a los que presentó sus grabaciones maqueteras. Por otro lado, quien publicitase ese tipo de música sabía que difícilmente iba a comer de eso. ¿Quién iba a arriesgarse a apostar por ese proyecto tan peculiar? Algo que perdura en nuestros días, aunque se disponga de más medios para llegar a un gran público, estos estilos no tienen cabida en un circuito masivo, mainstream o comercial. Afortunadamente para ellos, les fue bien. La crítica general fue muy buena, comparando la obra con compositores clásicos, y la Virgin nació de ahí, aunque ya tuvieran su potencial económico previamente. Esto fue algo que también me dio mucho que pensar. Si te vas a dedicar a la música, ¿te has planteado cómo vas a hacerlo? ¿Vas a seguir la tendencia comercial para poder triunfar? ¿Es eso lo que buscas? ¿O vas a seguir tus instintos compositivos, aunque no encajen con las modas de tu momento y, simplemente, vas a intentar vivir de ello lo mejor y más honestamente que puedas?


“Sultans of swing” de Dire Straits (del “Alchemy live”)

Esta fue, prácticamente, la canción que me hizo decidirme a coger una guitarra y a dejarme llevar por los caminos de la música. Primero teníamos una cinta con el concierto entero y que escuchábamos en las noches de viaje, en el coche. Normalmente mi madre y mi hermano se dormían atrás y me quedaba con mi padre mientras él conducía. Ir deslizándote por la carretera bajo el cielo estrellado fue una experiencia inolvidable. Potenciaba el vínculo con la música, convirtiéndola en liberadora de la realidad más tangible. El viaje en coche se convertía en algo mágico. Después llegó el disco de vinilo y el video VHS del “Alchemy live”, que acabaron realmente castigados de tanto reproducirlos. Especialmente este tema. Aunque después fui pasando por todas las otras canciones, deleitándome pausadamente con cada una de ellas. Años después, el reto fue poder sacarlo entero con la guitarra y el bajo. Y después el poder tocarlo en directo con una banda. Eso fue con Star Key Hash (allí estaban Antonio León al bajo e Ignasi Corella, primero, y Marc Llorià, después, a la batería; nos aclara). ¡Lo tocábamos a trío!, aunque lo hemos tocado también con Jordi Contreras a cuarteto. Un tema lleno de intensidad, que me hizo fijarme en la importancia de las dinámicas en una banda de rock, así como en la capacidad de diálogo entre los instrumentos. Especialmente entre la voz y la guitarra y entre la batería y la guitarra. Al margen de los momentos míticos que se han convertido en referentes, el despliegue musical que diferencia esta versión de la del primer disco de la banda, también me influenció mucho. La de vueltas que se le podían dar a una canción, fuese composición propia o no. Algo que los Straits heredaron de las bandas de los sesenta y principios de los setenta, algo que se ha perdido un poco hoy en día. Ya no son tantos los grupos que trabajen el repertorio con ese cariño y creatividad. Ojo, me refiero a grupos o solistas habituales en las listas de éxitos del circuito comercial. Eso es algo sobre lo que Dire Straits y Pink Floyd me indujeron a reflexionar. Conseguir un reconocimiento y una calidad musical en el circuito masivo, sin perder su esencia. Una combinación también poco habitual. Gracias a este disco y a temas como “Once upon a time in the west”, “Private investigations” o “Telegraph road”, se abrieron mis ojos y mis oídos a entender lo importante que era la solidez de una banda. Que sonara compacta, conjuntada, que fuese capaz de mutar de la intensidad a la calma como si fuese un único ente… y, sobre todo, que la banda entera prestara atención a los matices y a las sutilezas, base de la expresión.